Han pasado 25 años desde la creación del Comité Interinstitucional para la erradicación del Trabajo Infantil y la Protección del Joven Trabajador y, un cuarto de siglo después, Colombia tiene aún 1’039.000 niños y niñas que trabajan.

No faltaron planes porque los hubo abundantes y voluminosos.  Ahora está vigente la Estrategia nacional para prevenir y erradicar las peores formas de trabajo infantil y proteger al joven trabajador 2008-2015, aunque el reto del país es eliminarlas todas y no solo las llamadas peores.

El trabajo infantil entró a la agenda política a inicios de los 80 cuando la comunidad internacional tomó consciencia del daño humano representado por ejércitos de niños laborando en  condiciones duras en campos de cultivo, minas, fábricas, comercio, negocios pequeños y dejando, por ello, de atender su obligación más importante: ir a la escuela, prepararse y romper la cadena incesante reproductora de la pobreza. Sin embargo, hay aún 168 millones de niños trabajadores en el mundo, más de la mitad de ellos efectuando actividades riesgosas.

El ritmo de disminución anual del trabajo infantil en Colombia es muy bajo con relación a lo que el país podría hacer.  Brasil aminoró  el trabajo infantil en 58% a lo largo de 20 años, casi tres puntos por año;  aquí, el año pasado se redujo en 0.6%.  En nuestro país, 9.3% de niños y adolescentes entre 5 y 17 años de edad están comprometidos con alguna actividad laboral;  en Medellín,  el 7.3%. La gran mayoría, el 34.6%,  involucrada en el comercio, hoteles y restaurantes; y el 34.3% en la  agricultura, ganadería, caza, silvicultura y pesca; industria manufacturera, 11%. Una buena proporción (34%),  trabaja en actividades económicas de la familia;  el 34.7% porque quiere tener dinero propio.  En todos los casos, con diferencias significativas entre las zonas urbanas y rurales.  Por donde se mire, el telón de fondo de esta realidad son la pobreza y las limitaciones económicas. Si sólo se eliminara la exigencia familiar de trabajar en el comercio, hoteles y restaurantes, se apartaría del mundo laboral a más del 30% de niños y jóvenes trabajadores.

Con frecuencia se menciona al reclutamiento forzado, la explotación sexual o la pornografía como si fueran formas de trabajo infantil  cuando en realidad, en cualquiera de tales situaciones, los niños y niñas son víctimas de adultos que actúan desde la ilegalidad y los explotan. Mal puede decirse que un niño está trabajando cuando es reclutado por un grupo armado o, lo propio, si una niña es explotada sexualmente. Ese es un error garrafal producto de una distorsión inaceptable.

Ha faltado consistencia, coherencia y continuidad en las políticas puestas en marcha.  La Nación insiste en la responsabilidad de los municipios pero estos no la hacen suya y gracias a ese vacío los planes se vuelven retórica. En el municipio, especialmente en los pequeños, todo es más cercano y la detección del trabajo infantil más fácil y eficaz.  No para salir de primera intención con la vara punitiva sino comprendiendo todos los factores, los de las familias, de los propios niños y los empleadores. Hay allí mayor espacio para la pedagogía y el convencimiento genuino de las desventajas del trabajo infantil. En el municipio  -con estrategias propias en los de mayor tamaño- la autoridad tiene instrumentos para comprender el contexto y buscar soluciones permanentes. Si cada municipio identificara su reto y se dispusiera a superarlo, con la participación de familias y comunidad educativa,  los resultados serían más rápidos, mejores, verificables y, sobre todo, más duraderos.  Entonces podríamos encontrarle sentido de realidad al tema del Día Internacional contra el Trabajo Infantil de 2015, proponiendo educación de calidad en lugar de niños laborando antes de tiempo y enajenando su futuro.