Es sorprendente que una nación sea tan poco contundente en la lucha para que los niños dejen de ser instrumentos de guerra.
Si la familia es el núcleo fundamental de la sociedad, lo que se haga con los niños definirá el rumbo de la misma. Ellos son la base sobre la cual se edifica ese conglomerado dentro del cual el ser humano desarrolla su vida relacionándose con otros.
Los niños, aún desde su concepción, son la fuerza actual y potencial de las naciones. Por ello, la manera en que son tratados define el futuro de la sociedad.
En efecto, los niños son la riqueza de mayor valor con que una nación puede contar. No obstante, son vulnerables. Paradójicamente, su mayor virtud es la causa de su fragilidad: tienen la capacidad de absorber como esponjas a través de sus sentidos y de su intelecto. Pueden ser formados en valores, pero también instrumentalizados y usados para los fines más perversos.
Por ello, la sociedad debe asumir la educación de niños y niñas con la mayor responsabilidad y con un compromiso indestructible. Según la Unicef, actualmente hay cerca de 2.200 millones de ellos, que representan el 36 % de la población mundial.
Y es que, aparte de las condiciones en que millones de niños crecen y se desarrollan, es decir, más allá de considerar que cerca de 1.000 millones de infantes viven en condición de pobreza, que un gran porcentaje no tiene registro oficial al nacer o que millones sufren de desnutrición o no tienen acceso a agua y saneamiento básico; que más de 30 millones en edad escolar primaria no reciben educación o que de acuerdo con la OIT hay 165 millones de niños sometidos a trabajar en el planeta, bien por necesidad, bien porque sus captores los obligan al trabajo infantil, hay situaciones que contribuyen a desmejorar aún más la vida de los niños y, por ende a resquebrajar la sociedad.
Colombia cuenta con uno de los sistemas jurídicos más favorables a los niños y considera, desde la propia Constitución, que sus derechos deben prevalecer sobre los del resto de la población. Así lo ha señalado la Corte Constitucional reiteradamente manifestando que su condición de indefensión requiere de especial protección y atención por parte de la familia, la sociedad y el Estado, sin cuya asistencia no podrían alcanzar el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad (Corte Constitucional. Sentencia T-557 de 2011).
Sin embargo, diariamente se presentan los más escalofriantes relatos que dejan en evidencia cómo el Estado, la sociedad y la familia contribuyen a que los niños no quieran serlo más porque es un estado en el que se sufre, cuando debería ser la etapa más feliz de la vida.
Es sorprendente que una nación cuya población infantil representa cerca del 42 % de la población total sea tan permisiva y poco contundente en la lucha para que los niños dejen de ser instrumentos para la guerra. Es inadmisible que frente a epidemias como la que enfrenta hoy el país, no se adopten medidas especiales para proteger a los niños y que el Estado, garante de sus derechos, se limite a dar unas ligeras ‘recomendaciones’ para ‘tratar’ la enfermedad; es imperdonable que ante las denuncias sobre amenazas que se ciernen sobre los niños, como sucedió con las pequeñas víctimas de la tragedia de Caquetá, las autoridades no hayan reaccionado de manera inmediata para proteger la vida de los menores víctimas de la locura de unos despiadados asesinos y también de la indolencia del Estado.
Finalmente, es inaudito que un Estado que pretende ser reconocido como un país con un nivel de desarrollo que le permita ser parte de la Ocde no aborde el tema de la niñez con la seriedad y el compromiso necesarios para lograr una sociedad justa, cuyo eje sea una persona que, desde su concepción, tenga la certeza de contar con sus plenos derechos y a la que se le puedan exigir sus correlativas obligaciones.
Claudia Dangond
@cdangond