Por incremento de muertes de niños por desnutrición, fundaciones atienden esta problemática.

Su mirada se pierde en el suelo contemplando sus pies descalzos clavados en la arena. Urián Epieyú recuerda el dolor que hace más de cinco años le produjo la muerte de sus dos hijos varones por causa del hambre que azota a las comunidades indígenas wayús en La Guajira.

Las facciones de su rostro arrugado, quemado por el sol, y su corta estatura dan cuenta de lo difícil que ha resultado para ella cuidar de sus 13 hijos.

“La niña tenía infecciones respiratorias, hubo un virus en la comunidad y todos los niños sufrían de fiebre”, cuenta Urián Epieyú.

Su historia es la de más de 5.000 familias afectadas por el hambre que habitan la zona desértica del departamento, un lugar donde el calor puede superar los 42 grados centígrados. Las vías polvorientas permiten divisar a ambos lados del camino los cactus por donde se observa el paso de chivos y el vuelo de algunas aves.

La desnutrición en La Guajira, pese a la intervención del Gobierno, no deja de ser un fantasma que recorre los caminos que conectan a estas comunidades en el municipio de Manaure, al occidente de Riohacha, capital de un departamento donde el 44,9 % de la población es indígena.

La sequía –además de las condiciones insalubres de las rancherías en las que habitan estas comunidades– que azotó durante los últimos años a esta región del nororiente colombiano causaron las muertes de madres gestantes y niños por la falta de alimento.

Desde las 6 de la mañana, Urián se levanta para barrer su rancho, prepara la comida y despide a su esposo, que sale a pescar, una de las actividades a las que se dedican en la comunidad, aparte de la agricultura y las artesanías, para generar algún ingreso. La mujer prepara los alimentos y espera que su esposo obtenga algo que les asegure un segundo plato en el día.

“Comer es difícil; a veces no resulta nada y tenemos que pasar el día así”, relata esta guajira.

La última vez que Urián tuvo que padecer los embates del hambre fue hace dos años, cuando la última de sus vástagos, Orime Epinayú, de 4 años, comenzó a perder el brillo en su mirada, como si la muerte se la llevara lentamente.

La desnutrición es un asesino silencioso; un niño menor de 5 años, con una estatura promedio de 70 centímetros, debe llegar a pesar, al menos, siete kilos. En las comunidades, niños con estas características pueden llegar a los cinco kilos. Los indígenas no lo saben: la piel seca, el pelo grisáceo, los huesos marcados en su piel y los ojos alterados son síntomas desconocidos por ellos, y luego ven morir a los pequeños por las infecciones como consecuencia de la falta de alimento.

De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Salud, en el 2014 reportaron la muerte de 48 menores de edad; el año pasado, 37, y en el 2016 ya van alrededor de 80. Mientras tanto, la Sociedad Colombiana de Pediatría en La Guajira señala que hay más de 1.200 menores diagnosticados y notificados con desnutrición aguda, moderada o severa.

Para poder recibir alguna clase de atención médica, las madres wayús deben caminar entre una y dos horas. Llueve muy poco en esta zona, pero cuando ocurre, desplazarse puede costar más trabajo.

Por sus costumbres, las madres wayús son quienes se encargan de las pequeñas viviendas levantadas en madera o adobe. Muy pocas se ven construidas en cemento, por lo cual recibir atención médica las hace desistir ante la idea de llevarse a un hijo para dejar a otros en la vivienda, sin ninguna supervisión adulta.

Hilda Epiaqú dice que ir hasta el centro asistencial es un problema, pues se trata de una tarea que no puede realizar más de una vez a la semana. Si tiene suerte de encontrar a alguien que se ocupe de sus hijos durante su ausencia, podrá ir. En promedio, una familia wayú tiene 7,2 integrantes en su vivienda.

“Tengo que llevar a mi hijo y dejar a los otros bajo el cuidado de otra persona –dice Hilda–. Solo puedo desplazarme una vez. A veces quieren internar a los niños, pero no tenemos dinero para pagar”.

Larga caminata

Hilda Epiaqú acude al centro asistencial San Rafael en el corregimiento de El Pájaro, una de las tres viviendas en las que se atiende a esta población. Un lugar donde un equipo médico trabaja para mitigar la tragedia que viven los indígenas wayús que habitan en Manaure.

En este punto desempeña sus labores parte del equipo de trabajo de Baylor Colombia, fundación que desde el 2014 ha velado por mejorar las condiciones de estas familias. En alianza con la Fundación Éxito, esta brigada de trabajo realiza las jornadas de educación y atención médica en la zona.

La fundación ha impulsado el programa Salud y Autosuficiencia Indígena en La Guajira (Sail), proyecto que hoy tiene presencia en 172 comunidades de Manaure.

“Trabajamos de la mano de dos especialistas, un pediatra, un ginecólogo y un médico general. También contamos con la ayuda de promotoras que conocen el idioma y nos han ayudado a ingresar a las comunidades para conocer qué necesitan y cómo lo necesitan. Es importante este vínculo, pues muchas personas solo quieren entrar y atender el problema, desconociendo aquello que ellos quieren”, cuenta Eliana Villera, coordinadora del programa.

El ginecólogo obstetra Cristian Daza, encargado de atender a las madres wayús todos los días en el centro asistencial San Rafael, en el corregimiento de El Pájaro, en Manaure, asegura que cada día se desplazan, en promedio, unas 20 mujeres.

Una de sus labores se ha centrado en el control prenatal, para evitar casos como los registrados en lo corrido del 2016, en el que 29 embarazadas murieron por desnutrición (en el 2015 fallecieron 23).

“Queremos que ellas se puedan realizar los exámenes el mismo día y no tengan que volver. Es difícil para ellas dejar su casa”, cuenta Daza.

Personal del centro asistencial asegura que las mujeres emprenden sus largas caminatas desde las 4 de la mañana para estar sobre las 6 en San Rafael. Llevan con ellas los hilos y las agujas para bordar sus tradicionales mochilas mientras aguardan por la llegada del médico, que por lo general puede ser a las 8 o 10 de la mañana, dependiendo del estado de las vías. En la sala de espera del centro asistencial, Canción Uriana Uriana (nombre con el cual aparece registrada en la cédula) aguarda por la atención médica mientras borda una tradicional mochila wayú, arte que aprendió de su madre.

El centro de salud se encuentra a escasos metros del mar Caribe y, cada vez que llueve, se inunda.

“Ellas esperan hasta que la última mujer sea examinada, para volver”, sostiene el ginecólogo.

Un padecimiento diario

Nelvis Guerra Vangriefim, médica general del programa, realiza un recorrido diario de control a las comunidades indígenas asentadas en Manaure.

Acompañada de las promotoras del programa Sail, se ocupa de los casos más delicados, realiza controles y reprende a los wayús que no cumplen las indicaciones médicas que se les dan.

Guerra tiene ascendencia wayú, por ello asegura que su trabajo es el que siempre soñó.

“Crecí en este lugar, yo sé lo que es el hambre y lo que muchos sufren por él; por eso quise ser médica, para atender a mi gente, la que yo sé que tiene más dificultades por la escasez de comida, por algunas costumbres que tienen y porque la ayuda no es constante”, asegura.

Los moradores de estas rancherías suelen desconocer lo que deben hacer frente a la problemática de salud que padece la comunidad. Algunos prefieren no llevar a sus niños a los centros médicos por los costos que este tipo de movilización les pueden generar. Hay casos donde padres han sacado a sus hijos de centros asistenciales, para evitar que permanezcan lejos de casa.

El caso de Urián Epieyú y su familia es solo uno de los más de 5.000 en esta región.

Al finalizar la jornada, varias mochilas wayús se encuentran listas. Las mujeres fueron atendidas una por una en el centro médico. Regresarán a sus ranchos para seguir cuidando a sus pequeños.

La caminata, con un sol que ya ha caído para perderse entre la arena, se emprende de regreso con bordados preparados para comercializarse y tener con qué alimentarse varios días.

Algunas personas, a veces, se acercan hasta las rancherías para comprar los bordados que hacen con el hilo que compran en la ciudad. Los indígenas suelen vender sus artesanías a precios muy bajos, y después serán comercializadas por precios mucho más altos en otras ciudades del país.

Urián Epieyú llega a su rancho, para velar por sus pequeños. Hoy, su esposo no tuvo suerte consiguiendo el alimento, y el día pasará con una sola comida. Para ella, la situación no es nueva; ha vivido así desde muy pequeña, a la suerte de lo que el día les pueda dejar.

Programas como el de Baylor llegan hasta la zona para ayudar a mitigar esta problemática; sin embargo, la cultura y la tradición wayús les han enseñado a los indígenas de esta zona que sus problemas y necesidades se han anclado históricamente en el desierto y sus muertes se mantienen cubiertas por la arena y el aire caliente, que muy poco sopla en esta zona de La Guajira.

 

Tomada de: http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/la-lucha-de-una-familia-wayu-por-superar-la-desnutricion-/16761251