En nuestro país no hay conciencia de cómo el efecto de la violencia es mucho más grave entre más jóvenes sean quienes la sufren. Por eso los derechos de los niños se quedan en el papel.
Con herramientas científicas cada vez más sólidas, la neurología, la sicología y la pedagogía han mostrado que el temor y la confianza se programan de manera permanente en nuestros primeros años. Literalmente, el ambiente da forma al cerebro de un niño como se moldea la plastilina. Y las personas reaccionamos de modo prevenido o cooperativo a lo largo de la vida, en gran medida, dependiendo de lo que hayamos vivido en la infancia. Siempre habrá opciones de transformación, claro, pero las ventanas de oportunidad para el aprendizaje emocional se van cerrando. Por su parte, las ciencias sociales han demostrado que la estabilidad política y el desarrollo de organizaciones y naciones dependen de las competencias socioemocionales de su gente.
La gente comprende que las experiencias de violencia física o sexual causan daño. Y cada vez se entiende más que el estrés crónico que produce el trato rudo constante, así sea de intensidad moderada, también es traumático. Sin embargo, en nuestro país no hay conciencia de cómo el efecto de la violencia es mucho más grave entre más jóvenes sean quienes la sufren. Por eso los derechos de los niños se quedan en el papel.
Las cifras son irrefutables. En Colombia, aunque la información es contradictoria y poco confiable (lo que ya es un dato), sabemos, por ejemplo, que al sistema de protección del ICBF (cuando ya la situación llega al nivel más grave) ingresan más de 15.000 niños maltratados al año; que al estudiar la historia personal de más de 10.000 excombatientes de nuestra guerra, casi sin excepción han sido niños victimizados y que la Fiscalía reporta centenares de miles de hechos de violencia dentro de las familias a pesar de que cada vez se expiden más condenas por estos delitos. Y al revisar en los archivos de las comisarías de familia y de la orientación psicosocial de los colegios, se encuentra que los casos que requieren atención para cuidar a los niños carecen de tratamiento, tienen poco seguimiento o, si se hace algo, no se resuelven. Hay descoordinación entre instituciones, funcionarios que no se sienten capaces de cambiar la realidad o asuntos tan concretos como que las EPS autorizan de mala gana sesiones incompletas de terapia. Pero esos son síntomas; el problema de fondo es de prioridades en la cultura. Cómo tratamos a los niños y niñas tendría que ser el primer tema por enfrentar si queremos ir a la raíz y conquistar una paz, como se dice ahora, “genuina y duradera”.
Tenemos varias tareas pendientes. Hemos avanzado en una: denunciar el maltrato. Pero ¿cuándo nos hemos movilizado como sociedad para garantizar que las familias puedan dedicar tiempo valioso a sus hijos? Y, ¿no deberíamos pedir más recursos públicos para el tema y estar más enterados de los manejos políticos de las entidades a cargo? O más importante aún, palabras como autoestima, resiliencia o empatía siguen siendo de la jerga técnica y no de nuestro lenguaje cotidiano, ¿refleja eso la poca importancia que damos al tema en nuestra conciencia personal y ciudadana? Una paz con “reparación generacional” implica cambiar la escala de prioridades de la sociedad colombiana.
De mi parte, quiero contarles que mi hijo tiene tres años y mi hija ocho, y hace unos días los grité por cualquier motivo intrascendente. Ellos no se acuerdan, pero yo he decidido aumentar mis alertas y fortalecer mi rol como educador emocional. De mi ejemplo como padre depende su destino. Eso me ha animado a escribir esta columna.
Óscar Sánchez
*Coordinador Nacional Educapaz
@OscarG_Sanchez