ARTURO ARGÜELLO OSPINA
Hagamos un pacto como sociedad que nos permita garantizarles un futuro más próspero a todos los niños del país.
Por estos días he pensado con detenimiento lo que significa nacer en un país como Colombia. Llegar al mundo en esta tierra, en cierta forma privilegiada, bendecida con tanta naturaleza y todas las riquezas hídricas, alimentarias y minerales, pero a la vez de una pobreza espiritual y humana tan profunda y extrema que parece gobernada por la trampa y la mentira. Es como si fuera una especie de suerte, de misterio mágico o de maldición, llegar al mundo en un lugar como este.
Según la Unidad de Inteligencia de Economía, una compañía hermana de la revista The Economist, en el 2013 Colombia era el cuadragésimo primer (41) país más favorecido para nacer, en una lista de 80 naciones que fueron estudiadas. En ese índice, que incluía factores económicos, democráticos, culturales, e incluso un índice de aburrimiento, Colombia se situó apenas tres puestos por encima de Venezuela (44) y dos sobre Perú (43), y por debajo de Cuba (40), Argentina (40), México (39), Brasil (37), Costa Rica (30) y Chile (23). En los primeros cinco lugares en este índice, que buscaba determinar qué países daban las mejores oportunidades de tener una vida saludable, segura y próspera, se ubicaron Suiza, Australia, Noruega, Suecia y Dinamarca, respectivamente. Canadá ocupó el noveno lugar y Estados Unidos, el decimosexto.
Pero lo cierto es que hoy somos un país que les brinda oportunidades limitadas a unos pocos y ninguna a otros tantos. En la Colombia que estamos legando obligatoriamente habrá algunos niños que se morirán de hambre y sed, que no tendrán acceso a agua potable. Habrá muchos que nunca irán al colegio y otros a los que el colegio, de la calidad tan pobre que tendrá el plantel, no les aportará nada. A muchos les tocará demandar y mendigar para que se les preste un servicio de salud decente. Muchos otros no tendrán mayores oportunidades porque los jardines, los colegios y las universidades privadas seguirán siendo impagables para ellos y porque lo público que es bueno solo alcanzará para unos cuantos. Tal vez crecerán como todos los adultos del país, queriendo hacerse ricos, queriendo vivir como ricos, gastar como ricos y dándose ínfulas de muy importantes en medio de ese afán arribista que siempre ha caracterizado nuestra historia. O tal vez aprenderán mil y una formas de evasión para robar al Estado mientras le reclaman y lo culpan por todos sus problemas. Con el tiempo, de tanto ver la misma historia una y otra vez, se darán cuenta de que la forma de mostrar su desacuerdo en esta sociedad es destruir las cosas que tanto trabajo nos han costado, o simplemente publicar un mensajito de profunda indignación en el inservible muro de su Facebook. Y el pobre niño que sobreviva y crezca aún con las ganas de querer hacer las cosas bien, con el tiempo perderá la esperanza o tomará el camino que muchos otros ya han tomado: le importará un pepino lo que pase con su país y aprenderá a culpar por todo a los políticos de turno, sin darse cuenta de que los gobernantes de un país son el reflejo de lo que es el pueblo.
Ahora que se aproxima mi hora de traer niños a este mundo, me doy cuenta de que hemos fracasado como sociedad. Han pasado varias generaciones, y todas hemos fallado sistemáticamente para construir un mejor país para las generaciones futuras. Estamos tan concentrados en buscar nuestro propio beneficio, tan enceguecidos por enriquecer esa burbuja del ‘yo y mi familia’ y tan empecinados en probar nuestro propio punto que hemos olvidado por completo que vivimos en una comunidad y que todos los niños vivirán, crecerán, aprenderán y serán lo que es esa comunidad.
No podemos seguir jalando cada cual para su lado. Eso solo rompe y destruye los lazos que construyen una sociedad, y los únicos perjudicados, como siempre, son los más pequeños, los indefensos.
Suiza y las demás naciones que puntean en el índice que mencioné al inicio han logrado hacer un acuerdo como país, como comunidad, para garantizarles a todos los niños unos mínimos necesarios: 1) agua potable y alimentos (que en Colombia abundan); 2) cobertura real y oportuna en la salud; 3) acceso a educación de calidad desde el jardín hasta la universidad; 4) el respeto inalienable por la vida; 5) el desprecio absoluto –con castigos muy severos– por los actos de corrupción, tanto en lo público como en lo privado.
Esta columna, que escribo en medio de una tristeza que me desborda, es solo una invitación para que hagamos un pacto como sociedad, con cinco acuerdos esenciales que nos permitan garantizarles un futuro más próspero a todos los niños a los que, algún día, les entregaremos –tal vez con la frente en alto o no– el timón de este país, que hoy navega a la deriva.