A Rafael Uribe Noguera y a mí nos une el hecho de ser egresados del Gimnasio Moderno.

Por Carlos Eduardo Sanabria B.*

Y con pavor (a pesar de no existir aún administración de justicia y de que la ley y los medios deberán aclarar la justeza de la vinculación de su nombre a los hechos) pongo su nombre al lado de mi pronombre para asegurarme de que nunca se me borre de la memoria el horror del asesinato de Yuliana Andrea Samboní, y para que no nos escamoteemos el deber individual e institucional de por lo menos reflexionar sobre este hecho, en términos de qué tipo de ciudadanos estamos formando en el país. Y me permito usurpar el verso de José Manuel Arango que le da título a estas líneas, para resistirme al olvido.

Si las instituciones hacen alarde de las personalidades de la farándula que figuran y destacan positivamente en el mundo de la cultura, la ciencia, la política y la economía, considero que deben tener también su destacado lugar de exhibición de sus monstruos, pues éstos le deben tanto a la institución de proveniencia como los ilustres. Ni como instituciones educativas, ni como educadores individuales podemos dejar de cuestionarnos —acaso con el mismo dolor causado por el crimen, acaso con el peso de la perversidad de lo causado, acaso con la quiebra de la vida que lo monstruoso ha causado en individuos— en qué hemos fallado en la educación para que formemos ciudadanos capaces de semejante destrucción y daño.

Como suele pasar en un país mediocremente educado (no sólo nuestro sistema educativo es deficiente en calidad e integralidad, sino también exhibe unas enormes desigualdades entre instituciones con educación de alta calidad y otras con cualquier tipo de educación), ante atrocidades, “la opinión pública” pide soluciones inmediatistas y fatalistas: castración química, aumento desmesurado de castigos en casos específicos, escarnio público…

El fenómeno social de la indignación y el dolor es necesariamente comprensible.

Sin embargo, más importante que el castigo (hay que recordar, a pesar de la rabia en la boca, que el mismo castigo puede ser aplicado justa o injustamente), es el rigor y la transparencia de la administración de justicia: lamentablemente en Colombia, cuando hay involucrados en procesos judiciales miembros de la selecta estirpe, en este caso, bogotana o dirigente o dueña del país, tales procesos se dilatan y empiezan a desdibujarse en los confines del vencimiento de términos, en la incapacidad psiquiátrica de los responsables para dar cuenta de sus actos, e incluso en la modorra social que, si no está siempre animada por la novedad de los medios masivos de consumo y comunicación, sucumbe al olvido y a la indiferencia.

Somos miembros de una sociedad mediocre y afanada, en todos los aspectos de la existencia. Así en la educación: menos pensamiento humanístico, menos formación artística, menos deliberación, menos pensamiento crítico, menos conocimiento de nuestros estudiantes, menos desarrollo de capacidades críticas y de empatía con los demás. Para eso no hay tiempo, en épocas de productividad y efectismo educativo: el tiempo de los estudiantes dedicado a una formación básica en humanidades y artes es visto como un despilfarro, a favor de una formación cada vez más específica y más concentrada en el conocimiento para la realización efectiva de procesos puntuales. Como decía recientemente un ilustre burgomaestre de una de las ciudades con mayor desigualdad social del país…

Que la formación humanística y artística puedan evitar que sucedan en la sociedad actos atroces, lo dudo. Solo somos seres atroces que, con el fin de saciar nuestros deseos y ambiciones, somos capaces de poner todo el conocimiento, todas las artes, toda la sabiduría al servicio de la instrumentalización de los seres humanos. Además, se dice que los más refinados criminales, dilectos en la más alta perversión, suelen ser conocedores de las finas artes e incluso suelen tener excelentes modales y muy buen gusto. Sin embargo, probablemente una sociedad más formada en el rigor argumentativo, en la capacidad crítica, en la capacidad de ponerse en los zapatos de otro, será más capaz de sentir desprecio por la impunidad, y será incapaz de acoger o encubrir miembros que actúen tomando atajos, que vivan en la mentira cotidiana, que vean a sus conciudadanos como simples instrumentos de sus acciones personales. La virtud del argumento filosófico es que transforma a quien asume su proceder racional como forma de convivencia y huye de la arbitrariedad; la formación en artes a veces nos confronta con cosas terribles y nos enseña a desarrollar la capacidad de sentir momentáneamente el padecimiento de otra persona. Quienes insistimos en la necesidad de formar, en todos los niveles y momentos de la educación, en las humanidades y en las artes creemos en esta potencia transformadora de estos campos del conocimiento y de la existencia.

Hay que reconocer el oportunismo político, y en contados casos la auténtica angustia afanada, de algunos funcionarios que con el horror de los hechos exigen penas ejemplares  que sacien nuestra sed de venganza, para ver si así logramos olvidar y saldar cuentas y pasar anestesiados a la estupidez cotidiana de los escándalos de los mismos políticos, de las noticias de moda, de la vanidad de los ilustres ciudadanos. Propongo más bien que sometamos a los autores de las atrocidades que más nos avergüenzan, a un cuidadoso examen y estudio y escrutinio, para que nos ayuden a comprender cómo es posible que nuestra sociedad, nuestro sistema educativo, nuestras costumbres y nuestra cultura sean [seamos] capaces de formar y dejar prosperar este tipo de ciudadanos que, de igual forma, hacen parte de nuestra cotidianidad.
*Profesor. Departamento de Humanidades.

 

Tomada de: http://www.elespectador.com/opinion/si-se-aborreciera-vida