El colegio rural Quiba Alta, de Ciudad Bolívar, apuesta por la educación basada en el campo.

Una docena de niños riega la pequeña huerta del colegio Quiba Alta, en la vereda homónima de Ciudad Bolívar. La mayoría no vive en el campo, sino que recorre a diario cinco kilómetros desde la ciudad, para ir a estudiar allá: “prefieren esto a los dos megacolegios urbanos que les quedan más cerca”, dice el profesor de artes, Henry Angulo.
En menos de dos años, él y su colega de biología, Rosana Pacheco, han entusiasmado a un grupo cada vez mayor de estudiantes con el trabajo campesino y el cuidado del medioambiente, ya que Quiba Alta está en una zona de subpáramo, a 3.100 metros de altitud.

Son los alumnos quienes proponen las ideas que se desarrollan en los lotes detrás del colegio. Lavaron un granero abandonado para convertirlo en aula, construyeron un puente para cruzar una zanja profunda, con retablos de pupitres viejos que estaban arrumados en un rincón, y recuperaron dos viejos estanques, uno para guardar el agua con la que riegan la huerta y otro para darles a las ranas un espacio donde desovar. De paso, ahí aprenden de cerca sobre la metamorfosis de los renacuajos.

Gracias a ese trabajo de cuidado hídrico, bautizado Aquiba Agua, obtuvieron el tercer puesto del Premio Juventud Protectora del Agua 2015, que entregaron la ONU, la Universidad de los Andes, el Jardín Botánico de Bogotá, la Fundación Pavco y la Asociación Colombiana para el Avance de la Ciencia. Además, fueron los únicos finalistas bogotanos en el concurso.

“Cuando uno sale del encierro y el ruido de las aulas a este espacio, se siente un cambio muy chévere”, cuenta Laura Toca, estudiante de 16 años que quiere ser licenciada en ciencias sociales. Reconoce que incluso se ha escapado de clases tradicionales para dedicarles tiempo a estas actividades.

Ella y su compañero Marlon Gómez, adolescente de 14 años que quiere ser futbolista o diseñador gráfico, expusieron el proyecto ante el jurado.

Ambos viven en Bella Flor, un barrio con una problemática social compleja.

Aunque queda cerca, a lado y lado de la angosta carretera, el cambio en el paisaje es drástico. Primero, casas de ladrillo; luego, de madera y zinc, y de repente aparecen, ante las ventanas de la ruta escolar, prados y cultivos de papa, zanahoria y arveja.

“Esto es una terapia para los chicos que vienen de ese entorno tan difícil”, explica Henry –de rastas negras, barba espesa, gafas oscuras de marco verde biche y overol rojo con la cremallera semiabierta, que permite entrever una camiseta aguamarina–.

Él es maestro en artes plásticas de la Universidad Nacional, y ha preferido modelar personas y no esculturas, “porque es más significativo –afirma–. Objetos ya hay muchos”.

El trabajo en la huerta hace parte de las actividades voluntarias que los estudiantes de quinto a noveno pueden hacer en el marco del Proyecto 1.600, la versión diseñada por Rosana y Henry de la política distrital de jornada completa 40 x 40 (40 horas de clase por 40 semanas al año).

“Es como jugar a los exploradores con ellos”, dice Rosana. La siguiente aventura es enseñarles a gestionar recursos propios, ante las trabas que les impone la burocracia. Juntos, estudiantes y docentes están ideando un plan que incluye la creación de una guía con flora y fauna del sector, así como la construcción de un mariposario.

Lo importante para los profesores es que los alumnos no solo están aprendiendo a valorar su entorno, sino también a ser autónomos y responsables.

 

Tomado de: http://www.eltiempo.com/bogota/huerta-en-megacolegios-de-ciudad-bolivar/16430519