Columna de opinión recomendada de Hernando Baquero Latorre, Médico Pediatra Neonatólogo
“¿De qué me hablas, viejo?”, la respuesta en 2019 del entonces presidente Iván Duque a un periodista que le preguntaba por un bombardeo en Caquetá donde murieron ocho menores de edad, se volvió en su gobierno un símbolo incómodo de la distancia entre el poder y el dolor de las víctimas. Seis años después, con otro presidente, otro discurso y otro contexto político, pero en una situación muy parecida, desde la misma Casa de Nariño se ordena un bombardeo a un campamento de las disidencias de las FARC en el Guaviare: se reportan al menos 19 muertos y, entre ellos, siete menores de 13 a 17 años, reclutados a la fuerza según la Defensoría del Pueblo. Esta vez, la frase que queda para la memoria es otra: “tomé esa decisión para salvar más vidas que las que se perdieron”.
Más allá de las palabras que pronuncie cada gobierno, lo que no cambia es lo esencial: los niños siguen siendo sacrificables en nombre de la seguridad, de la soberanía o incluso de la “paz total”. Cambian los apellidos de quienes firman las órdenes; no cambia el resultado: cuerpos pequeños, uniformes muy grandes, comunicados oficiales intentando justificar lo injustificable.
Colombia conoce muy bien esta historia. La Comisión de la Verdad estimó que el conflicto armado dejó 450.664 personas asesinadas entre 1985 y 2018, la gran mayoría civiles, y que la cifra podría acercarse a 800.000 si se incluye el subregistro. Detrás de ese número hay miles de niñas y niños muertos por balas perdidas, masacres, minas antipersonal, desnutrición y abandono forzado. No se trata de “daños colaterales”: es una generación entera marcada por una guerra que no eligió.
Cuando se mira de cerca, el horror tiene nombres, edades y expedientes. La Jurisdicción Especial para la Paz estableció que al menos 18.667 menores de edad fueron reclutados por las FARC-EP entre 1996 y 2006. Y eso es solo una parte de la historia: el informe más reciente del Secretario General de la ONU sobre niñez y conflicto armado en Colombia, resumido por UNICEF, registra 1.206 casos verificados de reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes entre 2019 y 2024, 450 de ellos solo en 2024; ese mismo año, 22 fueron asesinados y 14 mutilados. No es un fenómeno del pasado: está ocurriendo ahora mismo, mientras escribo estas líneas.
Ante estos datos, el debate público se enreda en una paradoja moral: “eran menores, pero también eran combatientes”; “estaban reclutados, pero disparaban”; “eran víctimas, pero estaban armados”. Esa confusión es útil para quienes quieren aliviar la culpa colectiva, pero el derecho internacional humanitario es claro: el reclutamiento de menores es en sí mismo un crimen, y el Estado tiene la obligación reforzada de protegerlos, incluso cuando los grupos armados los usan como escudos humanos. El hecho de que un niño porte un fusil no lo convierte en objetivo legítimo: demuestra, sí, la profundidad del fracaso de todos los adultos que los rodeamos.
Esta violencia contra la infancia tampoco es exclusiva de Colombia. Muchas más veces de las deseadas se encuentran referencias en la historia de niños víctimas de conflictos armados. En la Primera Guerra Mundial, la “guerra total” borró la frontera entre el frente y la retaguardia; diez millones de soldados murieron en los campos de batalla y otros tantos civiles, muchos de ellos niños, fueron arrasados por el hambre, las epidemias y los bombardeos indiscriminados. Fue el laboratorio de una idea terrible: la infancia puede ser un daño aceptable si el objetivo es “ganar la guerra”.
La Alemania nazi elevó ese desprecio a un sistema. El Museo del Holocausto documenta que el régimen de Hitler y sus colaboradores asesinaron aproximadamente a 1,5 millones de niños, de los cuales alrededor de un millón eran judíos. Ser niño no garantizaba nada: si pertenecías a la categoría equivocada (judío, romaní, con discapacidad) o eras considerado “degenerado”, el Estado mismo organizaba tu eliminación. La Declaración Universal de los Derechos Humanos y, décadas más tarde, la Convención sobre los Derechos del Niño forman parte de la respuesta que el mundo construyó después de la Segunda Guerra Mundial: un intento de dejar por escrito que, tras Auschwitz, ninguna vida, y menos la de un niño, puede ser tratada como desechable.
Hoy, casi un siglo después, seguimos padeciendo esa misma lógica con otros nombres y mapas. UNICEF ha documentado que, entre 2005 y 2022, la ONU verificó al menos 315.000 violaciones graves contra niños en conflictos armados, incluyendo más de 120.000 menores muertos o mutilados y al menos 105.000 reclutados o utilizados por fuerzas y grupos armados. En Gaza, la propia directora ejecutiva de UNICEF informó ante el Consejo de Seguridad que, en 21 meses de guerra, más de 17.000 niños han sido asesinados y 33.000 heridos; la cifra es tan abrumadora que corre el riesgo de volverse abstracta, como si habláramos de una estadística y no de salones de clase vacíos, cunas que ya no se usarán, tareas interrumpidas para siempre.
Frente a este panorama, la pregunta incómoda es cómo llegamos, antes y ahora, a aceptar esto. El odio raras veces es un impulso individual: es un sentimiento colectivo, cuidadosamente alimentado. Se educa en los discursos que deshumanizan al enemigo, en los chistes que rebajan al adversario político, en las redes donde se celebra la muerte del “otro”. La infancia termina atrapada en esa fabricación de enemigos: primero se les niega un futuro; luego se les niega incluso la inocencia. Cuando finalmente mueren en un bombardeo, el lenguaje ya está listo para justificarnos: “eran combatientes”, “eran parte del grupo”, “estaban armados”.
En ese contexto, tratar este último bombardeo como un simple “error operativo” sería repetir la historia. No basta con establecer si se cumplió o no el protocolo militar, si había o no información previa sobre la presencia de menores. El verdadero examen es más profundo: ¿qué clase de país somos si, después de décadas de guerra, todavía aceptamos operaciones donde la posibilidad de matar niños es considerada un riesgo político administrable?
Por eso me detengo aquí un momento y saco la discusión de los comunicados oficiales. ¿Cómo valoraría usted, amigo lector, esta guerra interminable si uno de esos niños asesinados en este bombardeo, o en los bombardeos anteriores, fuera su hijo o su nieto? ¿Seguiría considerando aceptable la explicación de que “no se sabía que había menores”? ¿Le bastaría con escuchar que “se asumió un riesgo” para proteger a otros colombianos? Cambiar el apellido del presidente o del ministro de Defensa no cambia esa pregunta: tarde o temprano, todos podríamos tener que responderla.
Porque si algo ha demostrado la historia reciente de Colombia es que los extremos de “mano dura” o de “mano blanda” no han evitado que nuestros niños sean asesinados. La retórica punitiva de unos y la retórica garantista de otros chocan en el Congreso, en los titulares y en las redes, pero convergen en una misma omisión: la incapacidad de construir y sostener políticas de Estado que den oportunidades y esperanza a la infancia en los territorios donde manda la guerra.
Sin educación de calidad, sin presencia institucional continua, sin proyectos económicos que ofrezcan alternativas reales, sin protección efectiva frente al reclutamiento, el país seguirá produciendo niños soldados y niños “daño colateral” a la misma velocidad con la que produce discursos indignados después de cada tragedia. No es cuestión de mano dura o mano blanda: es cuestión de mano responsable, capaz de pensar más allá del próximo ciclo noticioso o de la próxima elección y de asumir, de una vez por todas, que la vida de cada niño vale más que cualquier victoria táctica.
Tal vez la verdadera línea divisoria entre un país en guerra y un país en paz no está en la firma de un acuerdo, sino en la respuesta que damos a una pregunta sencilla: ¿qué lugar ocupan los niños en nuestras decisiones de seguridad? Mientras la respuesta siga siendo “depende”, mientras el cálculo militar pueda pesar más que la vida de un menor reclutado, seguiremos condenados a repetir el ciclo de indignación, olvido y negación.
Ojalá ningún presidente colombiano vuelva jamás a tener que explicar por qué murieron niños en un bombardeo. Y si, pese a todo, volviera a ocurrir, no habrá respuesta correcta posible: frente a un niño muerto por una decisión de guerra del Estado o de un grupo armado, todo discurso es una coartada. No hay “riesgo asumido”, ni “daño colateral”, ni “razón de Estado” que pueda justificar una sola vida arrancada a la infancia.
Hernando Baquero Latorre
Médico Pediatra Neonatólogo
Profesor Titular
División Ciencias de la Salud
Universidad del Norte
Barranquilla, Colombia
@hmbaquero
